AJÍ DE LENGUA
La lengua es un
órgano muscular importante en la vida de quienes la poseen. Quizás por eso se
dice que Dios nos concedió la lengua para tres propósitos bien diferenciados:
la función verbal, la función nutritiva y la función erótica; ésta última nos
diferencia a los humanos del resto de los animales, pues la lengua -y no sólo
la verbal- es la más eficaz embajadora de la pulsión sexual, así se insista en
que el sexo no está dentro de la boca, ni entre las piernas, sino en la cabeza.
La lengua, como
pocos órganos del cuerpo, tiene una libertad de movimientos en todos los
sentidos y direcciones -proyecciones hacia afuera, retracción, descenso,
elevación, desplazamiento lateral, acortamiento, arqueamiento y rotación-.
Presenta, asimismo, un revestimiento superficial de mucosa, que rodea
completamente su cara superior o dorso, donde están las papilas gustativas,
con sus diversas formas y tamaños.
La lengua, que
sirven para comer y sonreír, pero también para articular sonidos y palabras, es
la protagonista principal de los primeros amores, el instrumento con el cual se
penetra por vez primera en el cuerpo húmedo de la mujer amada. No en vano los
enamorados, estén donde estén, acercan sus labios y se comen a besos, aun
sabiendo que la lengua es la mejor portadora de los bacilos o bacterias.
La lengua de vaca, a diferencia de la lengua de gato -seca, roja y
puntiaguda-, tiene la forma de una horma de zapato y la piel semejante al
escroto por la presencia de granos y grandes pliegues rugosos. A primera vista,
por el aspecto que presenta su superficie granulada, no despierta el apetito ni
del más hambriento, pero una vez preparada tal cual manda la receta y la
tradición culinaria, es como cualquier otro manjar que obliga a chuparnos los
dedos.
Cada día, cuando
nos sentamos a la mesa dispuestos a reponer energías, se nos asoman a los ojos
y a la punta de la lengua las ganas de satisfacer nuestro paladar tanto como la
necesidad de una obligación nada penosa. Y si en la mesa, llena de vasos,
platos y utensilios, se nos sirve un humeante ají de lengua, entonces no queda
más remedio que acompañarlo con una botella de cerveza o vino añejo, para
estimular el apetito y acelerar el sistema digestivo.
Así, ¡a quién no
se le hace agua la boca! Se dice que el fin de toda labor culinaria, aparte de
ser saboreada y compartida, es el de satisfacer el gusto y no el apetito, como
el gusto de comerse un ají de lengua no siempre tiene que ver con el gasto,
sino con la destreza de las manos que lo han preparado. Ahí tenemos el caso de
una amiga que, cada vez que la visito, con la debida antelación, me invita de
mil amores un plato de ají de lengua, pues corresponde a esa estirpe de mujeres
que gozan de la vida, la buena comida, la buena bebida y la poca vergüenza.
Aparte, es una cocinera que domina el sabio secreto de seducir al hombre más
por el estómago que por la cabeza.
A estas alturas
de la crónica, más de uno se estará preguntado cómo diablos se prepara el ají
de lengua. En principio, para ser más explicito, aclararé que hay una variedad
de platos que contienen como base a la lengua: lengua al ajillo, lengua
encebollada, lengua mechada, lenguados al gratín, lenguados fritos, lengua en
salsa de perejil, lengua de escarlata y, entre ellos, el suculento ají de
lengua, ese plato mama q’onqachi (que hace olvidar a la madre), cuya
preparación es tan sencilla como comerse un pan con queso.
La lengua suele
venderse limpia, pero de ser necesario se limpia sebos y pellejos, se lava y se
mete en la olla a presión junto con los ingredientes y condimentos, empezando
por el agua y la sal. Y por si las moscas, se recomienda no comprar la lengua
de una vaca loca, cuya enfermedad tiene el nombre científico de encefalitis
bovina espongiforme, que produce una degeneración del cerebro, una parálisis
total y, como si fuera poco, una muerte fatal. Tampoco es recomendable comprar
la lengua de una vaca belga, engordada a plan de hormonas y compuestos
químicos, para evitar que después del gusto nos venga el susto.
Según los
cocineros más expertos no hay nada más sabroso que comer ají de lengua después
de una inolvidable borrachera, puesto que el ají, sobre todo el colorado y a
veces el amarillo, tiene la propiedad de devolvernos a los cinco sentidos y a
la realidad concreta. Además, el ají es un condimento importante en el cocido
de la lengua; le concede un color particular y un saborcito que suele picar dos
veces: al comer y…
Ahora bien, no se
vayan a creer que por mucho comer ají de lengua, con ajos y pimientos, a uno se le escapen más los sapos y lagartos
por la boca, y menos aún que se llegue a conseguir por este medio el don de la
palabra de los piquitos de oro, como Cicerón, Fidel Castro o Marcelo Quiroga
Santa Cruz. ¡No señores! El ají de lengua no sirve para ponerse más hablador y
dicharachero, ni para mejorar la lengua del Inca o de Cervantes, sino, simple y
llanamente, para satisfacer el paladar más exigente de los entendidos en el
arte culinario.
El ají de lengua,
como ustedes mismos podrán constatar a la hora de comer, es un plato que tiene
el prodigio de recrearnos la fantasía y ofrecernos un saborcito boliviano,
aunque nomás sea por un cachito, como suele ocurrir con las buenas costumbres
de quienes viven más para comer que para vivir, conscientes de que no es lo
mismo comer cando se puede sino cuando se quiere.
En casi todas las
culturas y épocas, tanto las mujeres como los hombres, le han dedicado a la
lengua poemas, relatos, tratados, proverbios y hasta uno que otro chiste de
doble sentido, como el de ese niño precoz y pícaro que un día le preguntó a su
maestra: ¿Quiere que se lo toque la cucaracha con la lengüita? La maestra,
sin dudar de la inocencia infantil, aceptó el pedido. Entonces el niño sacó la
lengüita y se puso a cantar: La cucaracha/ la cucaracha/ ya no puede
caminar...
La lengua, por
ser un órgano vital tan antiguo como el hombre, es un tema que provoca
discusiones y controversias, pues de ella hablan desde los doctos miembros de
las Academias de la Lengua, hasta las comadres chismosas acostumbradas a
batirla. Y, por añadidura, nadie está a salvo de ser pelado por una lengua
viperina -como la de una suegra- o de ser redimido por la lengua piadosa de
quien habla con el corazón en la boca.
Aquí los dejo,
con la esperanza de que se animen a preparar un exquisito ají de lengua, aunque
nomás sea para rendirle tributo al cocinero anónimo que tuve la ingeniosa idea
de convertir en un manjar la lengua de vaca.
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