martes, 15 de julio de 2014


TARJETA POSTAL CHINA

En el Hotel Xinqiao de Pekín, buscando tarjetas postales para enviar a los amigos, encontré ésta que me impactó a primera vista, tanto por su carácter documental como por el motivo que representa.

Cuando le pregunté al catedrático de Estudios Sociales de Yiking, Yuang Zhonglin, quiénes eran estas mujeres que cargaban la tabla de reo alrededor del cuello, me miró sorprendido y contestó: Son prisioneras condenadas a la pena capital por delitos graves. Las paseaban por las calles y las exhibían en las plazas, con el fin de castigarlas en público y establecer un escarmiento en medio de una muchedumbre que las repudiaba a gritos. Después eran subidas a carretas tiradas por caballos y transportadas al desierto de Mongolia, donde les esperaba una muerte lenta pero segura.

Guardé la tarjeta en el bolsillo y, sin lograr salir de mi asombro, pensé en el destino fatal de estas mujeres que, abandonadas entre las dunas arremolinadas por el viento, no encontraban un horizonte que ponga fin a su calvario, hasta que la sed, el hambre y el calor terminaban por arrojarlas en los brazos de la muerte, que se encargaba de esparcir los huesos bajo el asfixiante sol del desierto, como únicas señas de que por allí vagaron alguna vez almas vivientes.

Cuando retorné a Estocolmo, con la tarjeta metida entre las páginas de un libro, seguí pensando en estas mujeres, cuyos delitos fueron penados de la manera más drástica por las leyes aprobadas por la dinastía china y su séquito de tiranos; un código penal que por suerte se derogó en 1911, tras la caída del último emperador y la instauración de la República.

Hace unos días atrás, al volver a mirar la tarjeta que cayó del libro como hoja suelta, se me ocurrió la idea de reconstruir los hechos.

*

La mujer de la izquierda era prostituta. Los guardias del orden público, sujetos a sus atribuciones de autoridades y en atención a las denuncias de los vecinos, la detuvieron en una calle céntrica y, cogiéndola por los brazos y sin darle mayores explicaciones, la llevaron hacia instancias superiores para que recibiera su castigo como cualquier mujer de dudosa virtud.

Aunque algunos la confundían con esos seres que pasaban las noches en la misma calle, donde establecían un simulacro de vida doméstica, era una de esas mujeres que abandonó el ámbito rural para ganarse la vida en los vericuetos de la ciudad. Mas al quedar embarazada con un hombre que desapareció nueve meses más tarde, justo cuando ella había roto aguas y sufría los dolores del parto, buscó refugio entre los seres marginales que habitaban en los submundos, amparados en la delincuencia y el alcohol. En ese antro nació su hijo y allí empezó a ejercer la profesión más antigua de la historia, ofreciendo la dignidad de su cuerpo al mejor postor; motivo suficiente para que le aplicaran la pena máxima, sin considerar que no lo hacía por gusto, ni por vicio, sino por llevar el pan diario a la boca de su hijo.

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La mujer del centro era adúltera. Se entregó a un amor prohibido y rompió con los cánones de las buenas costumbres conyugales, pues no supo medir a tiempo las consecuencias de sus deseos ardientes.

Todo comenzó con una frustración por la impotencia de su marido, quien tenía la misma edad que su padre y desprendía un olor repugnante que se impregnaba hasta en los muebles. De modo que, aprovechando las ausencias de su marido, se enganchó a un amante joven, quien la sedujo con lisonjas y fuerza viril. Ella sabía que un hombre en la plenitud de su vida era el único que podía reavivar las llamas de su amor incontenible y cumplir con las obligaciones sentimentales de su pareja.

Cierto día, según se supo después por boca de los vecinos, el destino le tendió una emboscada, ya que su marido, director de una construcción en una cuadra cercana, regresó del trabajo más temprano que nunca, con la misma ilusión de encontrarla sentada en la cocina. Mas su sorpresa fue mayor, cuando la encontró desnuda y haciendo el amor en la cama. La mujer se cubrió las vergüenzas con la manta de seda y su amante salió raudo y veloz, golpeándose los hombros en los marcos de la puerta.

El marido, con el rubor en la cara y el llanto en los ojos, dio parte a los guardias del orden público para que procedieran en el asunto, consciente de que el adulterio, a excepción del homicidio, era el mayor pecado que una mujer podía cometer en una cultura patriarcal, donde sólo el emperador tenía derecho a disfrutar de una esposa y varias concubinas.

La esposa infiel, cuyo matrimonio no estaba basado en el amor sino en las tradiciones familiares de la época, se entregó a las autoridades sin el menor arrepentimiento y convencida de que los sentimientos van por un lado y las leyes de la justicia por el otro.

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La mujer de la derecha, que tiene la mirada clavada en el suelo y el corazón encogido de angustia y dolor, cometió un horrendo crimen, opuesto a toda ley natural, divina y humana.

El hecho sangriento, superando con creces a la tragedia de Medea, se registró en el seno de un hogar donde el esposo, según los testigos y alegatos, celaba constantemente a su mujer, a quien acusaba de meterle cuernos con unos y con otros, hasta que un día, al cabo de protagonizar una trifulca de pareja, el esposo le gritó que la niña no era su hija. Entonces la mujer, ajena de sí misma y dominada por una furia salvaje, enterró el machete en el frágil esternón de la infanta, quitándole la vida de manera fría y brutal.

Su esposo, sobrecogido por la visión implacable, alarmó a los guardias y aseguró que el móvil del asesinato no fue sus celos ni sus constantes calumnias, sino la propia conducta desvariada de su esposa, quien hablaba por las noches como poseída por el demonio.

Entretanto ella, presa del pánico, envolvió el cadáver en frazadas y otros envoltorios, y lo acomodó en posición fetal dentro de un canasto de bambú. Roció la casa con combustible y le prendió fuego, dejando que las llamas devoraran la vivienda. Cuando los guardias llegaron al lugar de los hechos, se enfrentaron al cuerpo carbonizado de la niña, quien yacía entre los escombros, y a una mujer que, arrancándose los cabellos de cuajo, lloraba en medio de la calle.

La parricida, con el aspecto de quien ha perdido la razón, fue detenida y conducida hacia los tribunales, cuyos magistrados, al constatar que se trataba de uno de los crímenes más crueles cometidos durante el último emperador chino, le aplicaron la pena capital sin contemplaciones y con todas las agravantes del delito.

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