viernes, 25 de diciembre de 2015


LOS MINEROS EN MI VIDA Y MI OBRA

Cada vez que se conmemora el Día del Minero Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, siento desde el fondo de mi alma la necesidad de rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes oligárquicos, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo revolucionario que ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.

Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.

Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.
   
En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido el 29 de julio de 1965, y por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir las grandes alamedas de la libertad.
 
Otro episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los incidentes de ese despiadado acontecimiento histórico, que comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos teñidos de sangre.

En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir con bloques de piedra labrada enfrente del ingenio de procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.
  
En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio fue construido cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde, cuando ya estaba metido en los laberintos de la literatura, comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del poeta de los niños por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las banderas de la justicia social.

Cuando me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un solo instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes, además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida sindical junto a sus hijos y maridos.

Está demostrado que las mujeres mineras, ya sea como palliris o amas de casa, fueron el soporte fundamental de las familias mineras y, por eso mismo, dignas de estar presentes en las páginas de la historia nacional, no sólo porque supieron dar su vida para evitar que sus hijos se murieran de hambre, sino también porque tuvieron el coraje de convertirse de amas de casa en armas de casa, como María Barzola y Domitila Barrios de Chungara, quienes, además de palliris, fueron hijas, esposas, madres, hermanas y grandes luchadoras sociales.

Muchas de estas palliris, organizadas gracias al impulso del Comité de Amas de Casa, tuvieron un papel determinante en los numerosos conflictos registrados en la historia del movimiento obrero boliviano. La de mayor envergadura fue cuando cuatro mujeres del distrito minero de Siglo XX -Luzmila Rojas de Pimentel, Angélica Romero de Flores, Nelly Colque de Paniagua y Aurora Villarroel de Lora- decidieron declararse, junto a sus 14 hijos menores de edad, en huelga de hambre en los locales del arzobispado de La Paz, el 28 de diciembre de 1977;  una época en que los militares no dudaban en meter bala contra sus opositores políticos. Y aunque el gobierno no cesaba de calificar a las dirigentes de las amas de casa de subversivas y sirvientas de los intereses foráneos del comunismo internacional, el piquete de huelga, al que se sumó tres días después doña Domitila Barrios de Chungara, fue creciendo y creciendo como la espuma, porque aquella protesta, que iniciaron cuatro valerosas mujeres mineras, a los 22 días de resistencia, contaba ya con alrededor de 1.500 huelguistas a nivel nacional, quienes cerraron filas en torno a un pliego de peticiones, sintetizado en cuatro puntos fundamentales: 1) Amnistía General para todos los presos y exiliados por razones políticas; 2) La reincorporación de los obreros despedidos a sus fuentes de trabajo; 3) La derogación del decreto que prohibía las organizaciones sindicales; 4) La derogación del decreto que declaraba las minas zona militar (presencia permanente del ejército).

La huelga culminó el 19 de enero de 1978, cuando el dictador Hugo Banzer Suárez mascó el polvo de su derrota, declarando amnistía irrestricta y comprometiéndose a convocar a elecciones generales; una conquista que logró la recuperación de la democracia y encendió la chispa de una movilización social que puso fin a una de las etapas más sombrías de la vida republicana de Bolivia. La  victoria de este acontecimiento histórico confirmó que la aguerrida lucha de las mujeres de las minas pudo más contra una dictadura que todas las organizaciones sindicales y partidos políticos juntos. ¡Toda una lección de dignidad y coraje!

A mediados de los años 70, en plena dictadura militar, compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes del sindicato de trabajadores mineros de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber librado la batalla.

No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó el Decreto de Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.

Las consejas mineras, que escuché desde niño en boca de mi abuelo y otros parientes que fueron mineros toda su vida, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.

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