lunes, 23 de febrero de 2015


EN EL TEMPLO DEL SOCAVÓN

–¡Abran cancha, carajos! ¡Aquí viene Lucifer! –Vociferó el Tío, abriéndose paso entre los danzarines de la fraternidad de los diablos–. Soy el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros, quienes se entregan a la danza y borrachera en cada Carnaval. Así olvidan por unos días la dureza del medio en el que viven y la precariedad de un trabajo que apenas sí les da para subsistir con dignidad... 

Los danzarines, apenas lo vieron entrar en el Templo del Socavón, se hicieron a un lado dejándole el paso libre, mientras la Virgen de la Candelaria, patrona de los mineros, no le perdía de vista desde el retablo principal, donde estaba el fresco representando su inmaculada imagen y por donde pasaban, una y otra vez, los promesantes en los días del Carnaval.

El Tío, batiendo su capa de luces como el capote de un torero, avanzó de manera resuelta hacia ella, se dejó caer de rodillas y dijo:

–Vengo a bailártelo mi diablada con fe y devoción, y, si no es un agravio contra la fe, vengo también a divertirme con las Chinasupay, quienes tienen los deseos más ardientes que las llamas del infierno, queriéndose tragar a los hombres como a leñas del monte.

La Virgen, con su pequeño hijo en el brazo izquierdo, la candela en la mano derecha  y luciéndose con sus mejores atuendos y alhajas,  lo miró desde arriba, escrutándole el traje de deslumbrantes reptiles y batracios, que en las hombreras de su capa lucían como animales hechos de querubines, zafiros y esmeraldas.

La Virgen sabía que el Tío era el indiscutible promotor y protagonista central del Carnaval de Oruro, donde bailaba a sus anchas, borracho y enamorado, con el látigo de vergajo en una mano y el cetro de mando en la otra, a modo de advertir a todos que jamás habrá fuerza humana ni divina que ponga frenos a la danza de los diablos, capaces de arrancarle chispas al empedrado con sus tacones más claveteados que las herraduras del caballo.
El Tío, de semblante feroz y cuernos puntiagudos como para rasgar la franela del reino celestial, recorrió hasta los pies de la Mamita K’achamosa, levantó la cabeza y, dirigiéndole una mirada encendida por luces infernales, le dijo:

–Vengo desde la eterna noche de mi reino, lleno de fervor y hondo pesar, esperando poder confesarte mis pecados de pendenciero, mujeriego y bebedor.

La Virgen, como si estuviese sorda, no escuchó los pedidos de quien suplicaba bendiciones para abrir las puertas de su corazón; por el contario, le clavó una mirada severa, parecida a la saeta de un cazador de bestias, y le reprochó:

Eres el ángel caído por haberte rebelado contra la palabra de Dios, eres el príncipe de las tinieblas y tentador del género humano. Te pareces al reptil que se deja amilanar por Satanás como por la flauta de un encantador de serpientes. Así que no vengas con que aquí lo puse y no aparece, pobre diablo...

El Tío levantó las manos, se cubrió la cara y pensó: ¡Oh, mierdas! La Mamita conoce mis debilidades como si me hubiese parido. ¡Ah, pobre de mí!

La Virgen, al verlo con los hombros encogidos como un pájaro alicaído, se inclinó ligeramente hacia él y, rozándole los cuernos con la punta de los dedos, le advirtió:

–Deja ya de blasfemar en la casa del Señor, criatura inmunda. De nada sirve que vengas de rodillas y seas tan ligero de mente como de lengua, porque sé que detrás de tu mano se esconde la zarpa de Satanás. Y, por si lo has olvidado, te recuerdo que se puede luchar contra todo y todos en este mundo, pero nunca contra la santísima Iglesia ni contra el infinito poder de Dios.

–Lo único que quiero es confesarte mis pecados y bailártelo mi diablada, Mamita del Socavón –suplicó el Tío, con una voz parecida el lamento de las zampoñas….

–No me supliques nada que nada puedo hacer por ti –dijo la protectora de los mineros–. Y, por último, ¡vete al demonio con tus diabladas!...

El Tío, sintiéndose atravesado por la misma sensación de quien entrega su alma al diablo antes de ser excomulgado de la santa Iglesia, se puso de pie, miró de un lado a otro, de arriba a abajo y, como todo aquel que no quiere llevar en la conciencia el inconmensurable peso de traición contra el supremo Creador, se metió a rezar en voz baja, apenas perceptible: 

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo…

Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre… –se escuchó un coro de voces en la nave mayor; eran los danzarines de la fraternidad de la diablada, quienes, postrados, zalameros, y sujetando su feroz máscara en las manos, rezaban con fervor y profunda fe en los milagros de la patrona de los mineros.

El Tío dejó de rezar y salió del Templo, cubriéndose el rostro con su capa de pedrería y abriéndose paso entre los danzarines hacinados en la casa del Señor.

Mientras los devotos volvían a persignarse, pronunciando a coro: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…, el Tío se alejó del Santuario de la Virgen del Socavón entre tamboreros, platilleros y soplalatas que, haciendo vibrar la Plaza del Folklore, interpretaban la música de la diablada al compás binario de dos por cuatro y ritmo marcial.

Así fue como el Tío, disfrazado con su traje de Lucifer, retornó a las entrañas de la Pachamama, convencido de que cuando se cierran las puertas del cielo, se abren las del infierno, donde uno cae, ¡zas!, así nomás, luego de ser empujado por un soplo divino hacia las crepitantes llamas del antro dominado por Satanás y sus siervos.

–Ésta no fue la primera ni la última vez que me reprochó la Mamita del Socavón –se dijo el Tío, sentándose en su trono de rocas minerales–, pero fue la primera vez que me recordó mis orígenes y me echó en cara las verdaderas intenciones de mi condición de pecador, la primera vez que bailé a medias mi diablada, la primera vez que dejé de aplacar el fuego de mis deseos con las caricias de las Chinasupay y, como si fuera poco, la primera vez que estalló mi voz estruendosa en el fondo de la mina, maldiciendo a la desconocida madre que me parió, con esta espantosa fealdad que, acepte o no la Mamita K’achamosa, adquiere la belleza de un Lucifer sólo en los días del Carnaval.

Está claro que el Tío, desde aquella vez en que sus súplicas de confesión fueron negadas por la Virgen del Socavón, se sintió como un pobre desgraciado en medio de sus riquezas minerales, exactamente igual que los mineros que, a pesar de bailárselo con alegría y devoción año tras año, siguen siendo pobres, y mientras más pobres, más devotos y fiestacuetillos.

De todas maneras el Tío, a diferencia de los mineros, tenía la capacidad de superar los sinsabores de este mundo y reírse de las trampas que le tendía la vida procurándole su estrepitosa caída. No en vano era el soberano de los mineros y el Lucifer más respetado del Carnaval de Oruro, y si no me creen, que me lo desmientan los directivos de la Asociación de Conjuntos del Folklore… ¡Qué carachos! 

viernes, 13 de febrero de 2015


CABEZA DE TURCO


En el apartamento del amigo Jorge Cuenca, boliviano de cepa y de gran corazón, encontré un libro que deslumbró mi interés apenas leí el título: Cabeza de turco. Acto seguido, mientras Jorge se deshacía en atenciones, le pregunté si acaso el título tenía algo que ver con esa expresión popular que convierte al turco en el blanco de las inculpaciones.

–No –contestó–. El libro trata sobre la situación de los inmigrantes turcos en Alemania y sobre el desprecio con que se trata al extranjero.

–¡Ah! –dije, acercándome al estante–. Entonces éste es el libro de Günter Wallraff, el Robin Hood urbano, quien pone en peligro a los fuertes y defiende a los débiles, y se disfraza de inmigrante para demostrar la xenofobia contra los turcos...

En efecto, el libro denuncia el maltrato y la explotación de los trabajadores ilegales, quienes, contratados por los traficantes de carne humana, son introducidos en trabajos eventuales como esclavos modernos.

A medida que leía la introducción, escrita por Rosa Montero, me imaginaba a Günter Wallraff transformado en turco, con finas lentillas de contacto, de color muy oscuro, una peluca negra encasquetada sobre su rala cabellera y chapurreando el idioma alemán.

La lectura del libro, por otro lado, me recordó al turco Alí, el amigo cargado de mucho oro en las manos y el cuello, que estudiaba sueco por las mañanas y trabajaba haciendo la limpieza por las noches.

Recuerdo que el turco Alí, quien venía a clases con los ojos colorados y vencidos por el sueño, me invitaba a comer kebab y tomar Fanta, porque en el Restaurante Jerusalén no servían cerveza por culpa del Corán y del puritanismo musulmán. Como fuere, con el turco Alí frecuenté las kebaberías de Estocolmo, hasta que la policía lo descubrió desprovisto de documentación legal y acabó por expulsarlo del país.

El libro de Günter Wallraff es un buen alegato del periodista audaz, dispuesto a ser el otro, el inmigrante, para someterse a las pruebas de fuego y denunciar, desde el lugar de los hechos, las injusticias que los empresarios cometen contra los trabajadores extranjeros, pues son pocos los periodistas capaces de introducirse como topos en el submundo de los inmigrantes ilegales que, debido a la discriminación estructural del sistema, habitan en zonas urbanas parecidas a los guetos, sin fregadero, ducha ni baño higiénico, y trabajando varias horas por día en condiciones inhumanas, sin máscara antigás, casco de protección ni seguridad social.

Günter Wallraff describe no sólo el mundo dantesco de los trabajadores ilegales en Alemania, sino también el desprecio con que se trata al extranjero en las calles y los bares. No en vano en una de las páginas se lee cómo un hombre, clavando una navaja en el mostrador del bar, le increpa a un inmigrante: ¡Cerdo turco de mierda, lárgate de una vez!  

Estas palabras, como muchas otras, las reconocía en mi propia experiencia. Así, cuando estudiaba en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, escuché en boca de uno de los catedráticos el siguiente comentario: En este instituto –dijo– los latinoamericanos comen en la mesa, los griegos la limpian y los turcos friegan los platos. Lo miré pasmado. No podía creer que un académico tuviera la mente tan estrecha que, en lugar de inspirar respeto, provocaba lástima y repulsión.

Durante mi práctica, en una escuela del barrio cosmopolita de Rinkeby, escuché en boca de varios niños la palabra turco, como apelativo aplicado a cualquier alumno cuyo comportamiento era reprochado tanto en la clase como en el recreo. Es decir, los niños aprendieron a buscar al cabeza de turco para echarle la culpa de todos los males.

Luego de prestarme el libro de Günter Wallraff y despedirme de Jorge Cuenca, me senté en el autobús junto a un muchacho de mostachos al estilo Emiliano Zapata y un collar enorme sobre el pecho. Me dijo que era chileno y, al ver el libro en mis manos, me pidió enseñarle el título. Se lo puse cerca de los ojos y, mientras él leía con el ceño fruncido, como si una llama se le hubiese encendido en su interior, le comenté que el protagonista del libro era un periodista alemán que se hacía pasar por turco y que, cada día al volver a su casa, constataba que el asiento contiguo estaba siempre vacío, así el autobús estuviese repleto de pasajeros.

–A mí también me pasa lo mismo –dijo esbozando una sonrisa que pronto se le enfrió en el rostro–. Hay días en que nadie se sienta a mi lado, quizá, porque tengo el aspecto de turco o, quizá, porque estos concha su madre creen que tengo un fuerte aliento a ajo y un cuchillo en la mano.

–No te preocupes por eso –le repliqué a punto de apearme del autobús–. A veces más vale ser cabeza de turco que cabeza de chorlito...

sábado, 7 de febrero de 2015


ARTE Y LITERATURA

Si por estética se entiende el estudio de la percepción de lo bello y, por analogía, de la creación artística, entonces resulta lógico que todo producto nacido del ingenio humano con fines de belleza, como ser la música, pintura y literatura, sean agradables a la sensibilidad y consideradas como obras de arte, aunque la palabra arte, estrechamente vinculada a la actividad creativa por medio de la cual el hombre intenta representar de manera bella sus imaginaciones, pensamientos y sentimientos, no siempre es un concepto universal y absoluto para todos, ya que, si se consideran los valores relativos en la apreciación de una obra de arte, lo que es bello para unos, puede no serlo para otros. 

No es casual que cada escuela filosófica, desde Platón hasta nuestros días, se haya planteado las preguntas: ¿Qué es lo bello? ¿Y cómo se mide el grado de belleza de un elemento animado o inanimado? Las respuestas han sido tan dispares como las preguntas que se han formulado a lo largo de la historia. Empero, lo único cierto es que cada individuo, a la hora de referirse a lo bello y lo feo, usa un criterio estético particular y subjetivo, que no siempre coincide con el gusto particular de los demás.
 
A pesar de las controversias y polémicas, que la estética ha generado desde el pasado histórico, existe un criterio generalizado que induce a pensar que la palabra bello o bella es un adjetivo que se aplica a todo objeto animado o inanimado que, luego de ser contemplado y sin previa reflexión, provoca una inmediata sensación de placer, sobre todo, de carácter emocional. Esto ocurre, por ejemplo, cuando una persona se enfrenta a la naturaleza, donde una mariposa, un río, una montaña o una flor, tienen la fuerza de cautivar por su belleza; lo mismo se experimenta ante la belleza de una obra de arte creada por el ingenio humano, a través de un cuadro, poema o composición musical.

Lo grave de este controvertido tema es que los estilistas y críticos de nuestra época, tanto en arte como en el espectáculo, manejan de manera absoluta el término de bello en contraposición de lo feo, como si la relación entre ambos fuese similar a la que existe entre lo bueno y malo, verdadero y falso, agradable y desagradable u otros antónimos que, si analizamos la connotación semántica de la palabra, corresponden a valoraciones relativas y no absolutas, porque, como ya se señaló líneas arriba, lo que puede ser bueno para unos, puede ser malo para otros.

Por eso mismo, considero que no es un criterio muy acertado aseverar que García Márquez sea mejor escritor que Vargas Llosa. En todo caso, es más correcto decir que escriben de manera diferente y que cada uno tiene su propio estilo literario, en vista de que el estilo de un autor es diferente al estilo de otro, sin que por esto ninguno de ellos sea mejor o peor, sino, simplemente, en que ambos son fabulosos en su destreza estilística y estrategia narrativa.

Me resulta igual de difícil aceptar el criterio de que Jaime Saenz era mejor poeta que Ricardo Jaimes Freyre o viceversa, puesto que ambos vates de la literatura boliviana tienen sus admiradores y detractores, sus aciertos y  desaciertos. Todo depende del prisma desde el cual se los mire, puesto que en literatura no existen parámetros científicos ni laboratorios químicos para definir lo que es oro y lo que es bronce, y mucho menos semidioses destinados a decidir lo qué es bueno y lo qué es malo.

Eso sí, lo único que les interesa a los lectores es saber que todo individuo que se expresa de manera lírica, no hace más que practicar la actividad poética, expresando sus pensamientos y sentimientos por medio de las palabras; al igual que un pintor que maneja la composición de los colores en sus cuadros o un músico que aplica la combinación de los sonidos en el ritmo de sus composiciones.

Está claro que el lenguaje del cual se vale la literatura, aunque no difiere en lo esencial del que se emplea corrientemente, está mejor elaborado que el lenguaje coloquial, tanto en el tratamiento del vocabulario como en el tono de la composición poética. Incluso en algunas obras escritas en prosa se perciben gotas de poesía gracias al equilibrio entre la sintaxis fluida del discurso narrativo y la regularidad rítmica de las frases. Esto es muy frecuente, y acaso necesario, en los autores dedicados a cultivar el relato o cuento breve.

Se entiende que el poeta, cada vez que escribe, emplea figuras de dicción o metáforas, intentando evitar voces, frases y giros empleados sin escrúpulos en el habla coloquial, aunque este criterio no siempre se ajusta a todas las literaturas ni a todos los poetas dedicados a exaltar la belleza por medio de los versos como forma de expresión.

Ahí tenemos los casos de Pablo Neruda y Nicanor Parra que, aparte de su natural inventiva, sensibilidad y talento poético, difieren en el manejo del lenguaje poético. Mientras Neruda explaya un lenguaje culto, con cierta dosis hacia los temas políticos y sociales, Parra se empeña en recrear el habla popular, el lenguaje de la tribu, como él lo llama, y en rescatar los temas íntimos de la condición humana. 

En consecuencia, cabe preguntarse: ¿Cuál de ellos es más o mejor poeta? La respuesta dependerá de la apreciación personal y subjetiva que cada lector tenga respecto a lo que los críticos consideran buena o mala poesía. Eso sí, a pesar de las disputas que se generan en torno al genio creativo de ambos poetas, no se puede eludir el hecho de que cada uno de ellos tienen sus méritos propios, que se los ganaron a pulso, dedicación, entrega y pasión, por forjar una obra con fines estéticos, así sus seguidores y detractores permanezcan anclados en sus respectivas posiciones.

Si bien es cierto que toda obra literaria debe hacer mayor hincapié en su forma que en su contenido, es cierto también que el lector es libre de elegir al autor que más le agrada y la obra que mejor llena sus expectativas emocionales e intelectuales, independientemente de las consideraciones de los estudiosos de la literatura, que no siempre coinciden con los gustos estéticos de los lectores, quienes, por intuición y sentido común, son también capaces de definir lo que es buena o mala poesía, lo que les gusta y lo que no les gusta.

En este modesto comentario, que no tiene la mínima intención de dañar sensibilidades, no se pretende otra cosa que aclarar que no existen poderes constituidos ni individuos geniales destinados a imponer normas a los creadores de las obras de arte. Tampoco existen semidioses capaces de levantar muros y trazar fronteras para separar entre la buena y mala literatura, salvo que ésta, para ser considerada realmente como mala, no cumpla con los requisitos elementales que debe tener toda obra literaria creada por el ingenio humano, como es la lucidez en la inventiva y en el diestro manejo de algunos instrumentos lingüísticos, como son el vigor expresivo, la coherencia sintáctica y la claridad semántica; todo lo demás -incluido el gramático y el crítico- viene por añadidura, no en vano se dice: Primero está el poeta y luego el gramático, o dicho de otro modo: Allí donde termina la gramática, empieza el arte de la palabra escrita”.

En consecuencia, se debe entender que el concepto de lo feo y lo bello es una noción abstracta, ligada a numerosos aspectos de la condición humana, y constituye una experiencia por demás subjetiva. En el campo del arte pictórico, por ejemplo, se dice con frecuencia que la belleza está en el ojo del observador; un criterio que no es del todo descabellado, puesto que un mismo cuadro, cuyo principal objetivo es provocar una reacción emocional o sensorial en el receptor, puede llamar la atención más de unos que de otros, debido a que la escala para medir lo que es bello tiene más valores relativos que absolutos.

En síntesis, una determinada obra de arte, en cualquiera de sus manifestaciones, no siempre puede ser bella para todos. Lo que quiere decir que cada individuo, según sus propios conocimientos, percepciones y experiencias de vida, posee la facultad de definir lo que es arte y lo que no es; lo que le parece bello o feo; lo que le resulta buen” o malo, porque como dice el viejo adagio: Sobre gustos no hay nada escrito

miércoles, 28 de enero de 2015


EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA

Alonso Quijano el Bueno, vecino de una aldea manchega, perdió el juicio de tanto haber leído libros de caballería. Y, como en ninguno de ellos halló la belleza y las aventuras que lo hicieran vibrar mientras leía, decidió convertirse en caballero andante -errante-, llamarse Don Quijote de la Mancha y emprender hazañas más fascinantes que las relatadas en Palmerín de Inglaterra y Amadís de Gaula.

Don Quijote, de complexión delgada, rostro enjuto y lenguas barbas, limpió los arreos y las armas de su bisabuelo, de finales del XV, y, a la usanza de los caballeros de los tiempos de la guerra de Granada, se alistó según los reglamentos mencionados en la literatura caballeresca.

Así comenzaron las aventuras de este iluso y valiente hidalgo Don Quijote de la Mancha, quien, enfundado en armadura, adarga al brazo, espada al ciento, lanza en ristre y montado en un rocín, se lanzó a los ficticios campos de batalla, dispuesto a poner a prueba su honra y su palabra.

En ese mundo hecho de fantasía, locura e ingenio, no tuvo otro designio que batirse fieramente contra los traidores y alevosos, contra los agravios, las injusticias y los falsos juramentos. No llevaba dinero en las alforjas, pero sí un puñado de sueños y anhelos que lo llevarían por diversos derroteros, con el temor transformado en coraje y la esperanza en bandera de libertad. 

Los aldeanos, al advertir que Don Quijote había perdido la razón de tanto leer libros de caballería, se dieron la tarea de quemarlos en una hoguera, como si fuesen obras escritas por herejes y desaforados. Pero era ya demasiado tarde, porque Don Quijote, como santo atrapado en las garras del diablo, estaba perdido en el laberinto de su quimera, donde las aventuras y desventuras parecían obras de encantamiento.

La obsesión de vivir como bravo y enamorado caballero, lo llevó a buscar una dama que lo acompañara en los sentimientos y las horas de sosiego, convencido de que un caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.

Claro que el caballero no tuvo necesidad de buscar mucho tiempo, puesto que ahí nomás, cerquita de su casa, dio con la moza Aldonza Lorenzo, a quien la rebautizó con el musical nombre de Dulcinea del Toboso. Desde entonces, ella era la dama de su corazón cautivo, en ella vio a la señora digna de un caballero que tenía la necesidad de alguien que le prepare la comida, la cama y la cura después de un duelo sostenido cuerpo a cuerpo.

Don Quijote, imaginándola como a una modelo lleno de virtudes y belleza, estaba presto a recitarle romances, de esos que salen como flores del espíritu ardiente de un galante caballero para luego hacerse ramilletes en el corazón de la mujer amada.

¿Qué hubiera sido de Don Quijote sin Dulcinea? Probablemente el personaje a medias de una novela mal contada. Por eso Miguel de Cervantes, maestro en el arte de narrar, inventó a doña Dulcinea que, teniendo por admirador a un loco de remate, era la mujer ante quien su caballero debía postrarse de rodillas no sólo para declamarle versos de amor, sino también para dedicarle el triunfo de sus batallas.

Don Quijote, como caballero de armas llevar, necesitaba también un escudero, un compañero inquebrantable en las encrucijadas y un amigo fiel como su perro galgo. Así convenció a un labrador vecino suyo, un hombre regordete y de escasa estatura, ofreciéndole el pago por sus servicios y prometiéndole la gobernación de las ínsulas que ganasen palmo a palmo y espada en mano. Sancho Panza, interesado y algo fiado en la suerte, dejó a su mujer y sus hijos, y se marchó con Don Quijote, montado en un jumento que tiraba coces y avanzaba a pasitrote.

El escudero de Don Quijote, que no sabía leer ni escribir, pisaba tierra firme con el peso de su cuerpo y su mente; su conducta pragmática era el contrapunto del idealismo de Don Quijote, a quien, viéndolo con un deterioro físico y aspecto hecho de sacrificios y derrotas, no dudó en aplicarle el certero apelativo de Caballero de la Triste Figura.

Sin embargo, Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura, supo ganarse el aprecio y la confianza de su escudero, quien, sin tener sangre de aventurero ni ideales de caballero, no sólo aprendió a compartir la mesa con su amo, a beber de su copa y a comer de su plato, sino también a tomar partido por su causa, aun tratándose de un simple arranque de locura, como cuando se enfrentó a los molinos de viento creyendo que eran monstruos gigantes aguardándolo en la pampa.

Don Quijote, desoyendo las explicaciones y consejos de su escudero, clavó las espuelas en los ijares de Rocinante y, en un intento de salvar su pellejo, se enfrentó contra los supuestos gigantes en un feroz combate, hasta que las aspas del molino hicieron pedazos su lanza y lo lanzaron por los aires en medio del loco ruido de su espada y armadura.

Cuando Sancho le reprochaba por su espíritu de guerrero, Don Quijote le explicaba que esa era una de las virtudes de todo caballero que, más que ser condenado por sus acciones mortales en los campos de batalla, era absuelto por la justicia y la divina ley, ya que en ninguno de los libros había leído que un caballero andante hubiese sido entregado a la justicia, por mucho de que hubiese cometido desatinos y homicidios.

Don Quijote, en busca de hazañas y en afán de cumplir con las tareas dignas de un hidalgo caballero, erraba por los campos noche y día, durmiendo a cielo abierto y comiendo los frutos del camino. Entre los aldeanos mostraba su valor, esfuerzo y, con la mano en la empuñadura de la espada, decía las cosas con tanto brío y elocuencia que los dejaba pensando en las profundas verdades encerradas en sus refranes y proverbios que, más que ser las expresiones de un loco, parecían las sabías enseñanzas de un cuerdo entre los cuerdos.

El Caballero de la Triste Figura hablaba con el corazón en la boca y estaba acostumbrado a lanzar arengas y discursos que su condición de caballero se lo permitían, casi siempre inspirado por la divina providencia y los ideales libertarios. En sus idas y venidas, siempre al borde del delirio, creía ver a hombres armados en los caminos, cuando no habían sino sólo arrieros y carreteros; confundía las casas con castillos, los molinos con gigantes, la manada de cabras y ovejas con un “copioso ejercito”; a las mozas de vida humilde con doncellas y a los venteros con grandes señores; ante sus ojos, y en su mente enajenada, cualquier ruin ostentaba el título de nobleza.

El  Caballero de la Triste Figura, al cabo de sus andanzas y hazañas, vividas con intensidad en su locura, retornó a su aldea llevando a cuestas sus amarguras y derrotas, sin haber conquistado reinos ni fortunas. Un día cayó enfermo en su lecho y, tras recobrar sus facultades mentales con un aura de melancolía, exhaló su último hálito de vida, rodeado de su fiel escudero, su sobrina y sus amigos, incluido el cura y el barbero, quienes jamás compartieron los propósitos ni los delirios del hidalgo caballero.

A pesar de los pesares, el que murió no fue Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano el Bueno, porque en la aldea manchega quedó el verbo y la figura del idealista soñador que durante siglos nos mantuvo disfrutando de sus inaccesibles quimeras, en alabanza suya y del género humano. Y quien todavía lo dude, no tiene más que adentrarse en la magistral obra de Miguel de Cervantes, el Manco de Lepanto que escribió las aventuras y desventuras de Don Quijote detrás de los barrotes de una cárcel.

sábado, 24 de enero de 2015


El EKEKO ENAMORADO

Esto ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.

La moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.

El hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una sincera amistad.

Micaela Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.

–Su valor equivale a cinco arrobas de papa –les dijo a tiempo de alzar la estatuilla. Luego añadió–: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar, provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como un verdadero patrono de la fortuna.

Micaela Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual les dejó dicho el amauta aymara.

Ni bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, se lo tejió ropas típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta calidad.

Cuando la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que llevaba a cuestas como un q'epiri (cargador), le hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales como espirituales.

En efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas, enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.
 
El Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de diosa, las trenzas apretaditas y bien hechas debajo del sombrero de lana de oveja, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, mantillas de vicuña cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas de jebe con hebillas de plata.

El Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual. 

Los días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja ideal y se complementarían como la dualidad conformada por chacha/warmi (hombre/mujer) en la cosmovisión andina.

Lo grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena. Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de Nuestra Señora de La Paz.

Don Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.

El Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de Mondragón, un cachupín que no disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos de mujer hecha de miel y belleza.

El Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un cachupín fuera el absoluto dueño del corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos de bienestar en la familia. 
 
Sin embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día, porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.

El Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y, como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo cobijan en su casa, dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los realistas se batían como fieras en todos los frentes.

El último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.

Después se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los campos de Sevilla.

Entonces el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.

Don Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los q’aras (blancos), que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como si tuviesen alma de esclavos.

En medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el galope de los caballos y el ruido de las armas de hierro, don Diego de Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la montura con una lanza atravesada en el pescuezo.

Micaela Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; Y, como si fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al Ekeko como a su propia vida.

Cuando la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien recupera un tesoro perdido.

Así fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día, del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara y, como por un artilugio de magia, dijo:

–Yo seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible soberana de los placeres del amor y la vida…

Micaela Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más complacida que antes y se metió en la cocina, donde prepararía un suculento plato paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.

domingo, 18 de enero de 2015


EL ENTORNO VIOLENTO DE LOS ESCOLARES

La violencia en la escuela, al ser un fenómeno integrado en el contexto social, es una de las expresiones más naturales de una sociedad violenta. Por eso mismo, son cientos los alumnos que solicitan asistencia médica a consecuencia de los golpes recibidos en el patio o los corredores de la escuela; un hecho que, por su magnitud, alarma a los implicados en el sistema educativo, pero también a quienes, en cumplimiento de su deber de ciudadanos, están obligados a analizar las causas que motivan este ineludible problema.

Si se parte del principio de que la escuela es el reflejo de la sociedad y no una institución aislada de ella, entonces la espiral de violencia en las escuelas es un reflejo de la violencia social. El niño, como todo individuo, no hace otra cosa que proyectar en la escuela los conflictos psicosociales que experimenta en su entorno más inmediato como es el hogar.

La conducta del niño es un barómetro que permite constatar el ambiente familiar que lo rodea, considerando que las familias más aquejadas por la violencia corresponden a los sectores excluidos de la sociedad, donde abunda la desocupación, el alcoholismo y la violencia intrafamiliar; un entorno en el que, según cifras ofrecidas por los expertos en la materia, se cometen 16 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes, y que el 90% de estos casos son cometidos por los propios progenitores.

Cuando la escuela, en uso de sus atribuciones, no logra resolver los conflictos por sí sola, es lógico que genere un debate general que cuestiona, en primer lugar, la función formadora de una de las instituciones más respetadas de la sociedad; peor aún cuando se cree que la solución de los problemas -tanto pedagógicos como disciplinarios- está en manos de la policía; una instancia que no genera recursos para combatir los hechos de violencia y que cae rendida a los pies de la burocracia y corrupción del poder judicial.

A la pregunta: ¿A qué se debe la violencia en las escuelas? La respuesta es única y concluyente: la violencia en la escuela se debe a la violencia social, cuyas causas son diversas y que no pueden ser resueltas de un modo inmediato, debido a la crisis existente en el poder judicial y el Estado de Derecho que, en lugar de proteger a los ciudadanos más vulnerables, independientemente de su raza y condición social, actúan bajo el lema del sálvese quien pueda.

Educación a palos

Siempre que se celebra el Día del Profesor, cada 6 de junio, en conmemoración a la fundación de la Normal de Maestros de Sucre en 1917, cabe preguntarse si acaso todos los profesores tienen el derecho a conmemorar ese día y ser agasajados tanto por los padres de familia como por los alumnos.

Pienso, sin temor a equivocarme, que no, pues existen individuos en los establecimientos educativos que no merecen ni siquiera ostentar el título de profesores, ya que, más que educadores de hombres libres y democráticos del presente y el futuro, son verdugos de los seres más indefensos de nuestra colectividad.

No es casual que en algunos establecimientos educativos existan profesores cuya incompetencia profesional en el campo psicopedagógico los conviertan en el terror de los niños, acostumbrados a soportar los castigos bajo las consabidas advertencias: No soy gente si no rompo cinco palos en un curso. Por lo tanto, no es casual que un niño, que recibió cinco golpes por haber tenido un ataque de hipo y haber jugado en el aula, declare textualmente: Me cargó en la espalda de otro compañero y ahí empezaron los golpes... en el quinto no pude más y lloré. Te has salvado por llorar, le dijo el profesor, quien tenía previsto darle 15 golpes, como era costumbre en él a la hora de descargar su desenfrenada furia.

¿Qué hubieran opinado Georges Ruma, el pedagogo belga, y el venezolano Simón Rodríguez, impulsores de la educación boliviana, al enterarse de que en la hija predilecta del Libertador todavía se ejerce la violencia contra los niños?

Los bolivianos seguimos mal en nuestro sistema educativo, donde hace falta aplicar con mayor rigor la ley de la justicia para procesar a quienes, sujetos a su conducta autoritaria y poco tolerante, cometen abusos físicos y psicológicos contra los alumnos.

Los maltratos, que incluyen las agresiones sexuales, van desde los jalones de orejas, pasando por las bofetadas y los pellizcos, hasta los golpes con objetos contundentes como ser monederos y llaveros. Las agresiones psicológicas se manifiestan a través de los gritos, insultos, amenazas, abusos de autoridad y otros, que se usan como métodos correctivos.

Cuando se les pregunta a las víctimas de la violencia: ¿A quiénes recurren para denunciar los maltratos? La mayoría responde que optan por el silencio en un contexto social donde aún no se aprendió a respetar ni defender los derechos legítimos de los niños, niñas y adolescentes, y donde la “educación a palos” está todavía considerada como un acto disciplinario.

En tales condiciones, pienso que la frase: El porvenir está en manos del maestro de escuela, es una verdad a medias, al menos cuando se aplica una política educativa que no estimula la formación permanente de los profesores, quienes se quejan de sus salarios de hambre y sus pésimas condiciones de trabajo.

La única garantía para superar estas deficiencias estriba en consolidar una escuela más democrática, moderna y equitativa, por un lado, y en concederles un mejor salario y mejores condiciones de trabajo a los profesores, por el otro. Sólo así se evitará tener una escuela donde prime la pasividad, apatía y falta de materiales didácticos.

Si se considera que el porvenir de la patria está en manos del profesor de la escuela, entonces, cabría preguntarse: ¿Quiénes educaron a los políticos corruptos que tanto criticamos y a los profesores que hacen de tiranuelos de nuestros niños? La respuesta la tenemos todos y cada uno de nosotros.

Por lo demás, las instancias pertinentes de la educación boliviana tienen el deber de dar a conocer los derechos y las obligaciones de los niños y adolescentes; hacer que estos derechos sean difundidos por los medios de comunicación a modo de instrucción y sean respetados por todos los ciudadanos.

Se debe admitir que las intenciones de mejorar la situación de los alumnos y los preceptos de la educación boliviana andan por buen camino. Desde el punto de vista pedagógico, y gracias al empeño por enmendar los errores del pasado y el presente, se están logrando avances significativos, como haber cuestionado el uso obligatorio del uniforme escolar y haber aprobado una ley que prohíbe las tareas escolares en vacaciones, salvo que las actividades fuera del aula sean motivadoras, variadas, ágiles y adecuadas a las posibilidades del alumno y a su realidad familiar y social, sin comprometer el descanso que le corresponde.

Una escuela menos autoritaria

La escuela no siempre va hacia el encuentro de los niños, sino que, por el contrario, son los niños quienes van hacia el encuentro de la escuela, donde se enfrentan a las normas y sistemas pedagógicos establecidos por los tecnócratas de la educación. Lo único que tienen que hacer los niños es adaptarse a las condiciones que le presenta la institución educativa, cuya única función es la de impartir los conocimientos establecidos en los programas de educación.

La escuela es una suerte de máquina clasificadora que exime a los alumnos provenientes de hogares normales, en tanto sucumbe a los alumnos provenientes de hogares problemáticos. No es casual que la escuela haga más hincapié en los resultados de las pruebas o exámenes, clasificando a los alumnos en excelentes y deficientes, que en los programas de prevención de los factores psicosociales.

Los problemas escolares son, asimismo, consecuencias de la incompetencia profesional y pedagógica de algunos profesores, quienes, aparte de desconocer los elementos más básicos de la psicología infantil y juvenil, tropiezan con los alumnos que exigen de él no sólo los conocimientos que debe impartir, sino también la comprensión y la tolerancia, en un marco de motivación y respeto mutuo.

Los alumnos saben, intuitivamente, que el buen profesor es aquel que educa a los alumnos en un marco democrático, respetando la libertad de opinión y las inquietudes de cada uno. El profesor, en su función de adulto y educador, es el responsable no sólo del proceso de enseñanza/aprendizaje, sino el responsable de forjar la personalidad del educando, con la participación activa de los padres de familia y los demás profesionales que conforman el tejido social de la escuela

La actitud rebelde de ciertos alumnos suele ser una respuesta al autoritarismo escolar y a la incompetencia profesional del profesor que, en la mayoría de los casos, está más centrado en transmitir los conocimientos que en atender los conflictos sociales existentes en el aula, aun sabiendo que los alumnos clasificados como deficientes provienen de los sectores más vulnerables de una sociedad desigual y competitiva.

La experiencia enseña que un profesor incompetente, sin previos conocimientos pedagógicos y psicológicos, está destinado a fracasar en una escuela que refleja los conflictos de una sociedad donde impera la violencia y la inseguridad ciudadana. En estos casos, como en todo lo concerniente a la crisis estructural del sistema imperante, no basta con aplicar normas disciplinarias -y menos recurrir a los registros de la policía-, intentando desalojar la violencia que se metió en las aulas.

De nada sirve que la institución escolar se convierta en un reformatorio destinado a imponer a rajatabla la disciplina y el respeto hacia la autoridad, ya que la ola de violencia en la escuela no es más que un síntoma del malestar social que sacude los cimientos de toda la sociedad, donde prevalecen las leyes de los más fuertes sobre los débiles.

Con todo, para superar los problemas de la escuela -entre otros, el de la violencia debe cambiarse no sólo la actitud autoritaria de ciertos profesores, sino también ajustar los programas de enseñanza/aprendizaje a la realidad contextual del alumno. Es decir, a la realidad social existente fuera de las aulas, puesto que la escuela no puede -ni debe- mantenerse al margen de una sociedad que requiere de su participación para resolver los conflictos que, de un modo general, afectan negativamente en el proceso educativo.

miércoles, 7 de enero de 2015


¿TODO ERA MEJOR ANTES?

La perorata de que todo era mejor antes no es más que una vuelta nostálgica hacia un pasado que no tiene ya cabida en el nuevo milenio, donde el respeto a los Derechos Humanos es y será, más que antes, uno de los pilares sobre el cual se erigirá la sociedad del presente y el futuro. 

El simple dicho: todo era mejor antes, equivale a decir que todo es peor en la actualidad; una afirmación que, sin embargo, para cualquiera que tenga dos dedos de frente, no es coherente por los avances que logró la humanidad a lo largo de su historia. Éste es el caso de la Declaración de los Derechos de los Niños, aprobada por las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1959.

Antes de esta fecha, como es de suponer, la situación de los niños no era mejor que en el presente, pues carecían públicamente de un conjunto de derechos y libertades inherentes a la naturaleza humana. No todos estaban conscientes de que los niños, por ejemplo, tenían derecho a una protección especial durante su desarrollo físico, emocional y social; a un nombre propio y a una nacionalidad; a tener alimentación, vivienda y atención adecuadas; a la comprensión y el amor de parte de sus padres y de la colectividad; a recibir educación gratuita y a disfrutar de los juegos; a ser el primero en recibir ayuda en casos de desastre; a ser protegido del abandono y la explotación laboral.

Según lo establecido por la Asamblea General de las Naciones Unidas, estos derechos elementales corresponden a todos los niños sin excepción alguna ni distinción o discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición, ya sea del propio niño o de su familia.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, mucho más que antes, se han modificado los preceptos de patria potestad, que conferían a los padres una autoridad total e incuestionable sobre su descendencia. Es decir, los padres, amparados en costumbres y tradiciones atávicas, disponían de la vida de los hijos como su propiedad privada, con derecho a hacer con ellos lo que mejor les pareciera. La autoridad del padre era tan temida como el látigo, él disponía de los hijos cual animales domésticos y su palabra era respetada como la ley. La madre y los hijos, en su condición de seres subalternos, debían permanecer callados y obedecer a pie juntillas todo cuanto determinaba el jefe de familia, según las normas establecidas por la sociedad patriarcal.

En la actualidad, a diferencia del pasado, las relaciones entre padres e hijos se han modificado gradualmente, impulsadas por el avance de las ciencias humanísticas y la información masiva, pero también gracias a que la percepción sobre la niñez se humanizó profundamente tras la explosión del interés en torno a los procesos que rigen el desarrollo emocional e intelectual del niño.

Si el psicoanalista Sigmund Freud argumentó que los deseos inhibidos en la infancia constituyen las fuerzas modeladoras fundamentales del desarrollo infantil y la formación de la futura personalidad humana, Erich Fromm, Karen Horney y Erik Erikson, entre otros, resaltaron la importancia del impacto del entorno social y de la cultura en la configuración de la personalidad del niño.

Las relaciones entre padres e hijos, en la actualidad, son mejores que en el pasado; por una parte, debido a que se derrumbaron los muros que separaban el autoritarismo de los adultos de la conducta sumisa de los niños; y, por otra, debido a que se respetan los derechos del niño con mayor legitimidad que antes. Por citar un caso: hoy son más los padres e hijos que discuten, en absoluta libertad y sin que nadie imponga su criterio como verdad única, sobre diversos temas concernientes al conocimiento humano.

Por eso mismo, no comparto el criterio retrógrado de que todo era mejor antes; por el contrario, pienso que los individuos del presente están mejor preparados que los individuos del pasado para convivir en una sociedad más pluralista y democrática. No en vano en la actualidad, más que antes, sea natural y común compartir los quehaceres domésticos, con igualdad de derechos y responsabilidades. Los hijos pueden cooperar en la cocina, el aseo y el lavado de la ropa, lo mismo que los padres pueden compartir los quehaceres escolares y las actividades extraescolares de sus hijos, como son los deportes y las vacaciones.

Otro de los cambios esenciales en la sociedad contemporánea tiene que ver con el desalojo del autoritarismo de las instituciones educativas, donde antiguamente se amordazaba la conciencia de los niños, bajo el pretexto de que el alumno debía obedecer y respetar la autoridad del profesor, quien, aparte de impartir los conocimientos del catecismo o los libros de texto, debía moldear la conducta de los alumnos sobre la base de una pedagogía negra, que legitimaba el autoritarismo del profesor y hacía estragos en el sistema escolar.

Entonces surge la pregunta obligada: ¿todo era mejor antes? De ninguna manera. No olvidemos que la escuela, que durante mucho tiempo siguió los pasos de una institución cuartelaría, jamás contempló el aspecto emocional y la situación psico-social del alumno y su entorno familiar. La escuela fue -y sigue siendo en alguna medida- una institución donde se aplicaba el bullying contra los alumnos de carácter más débil y se utilizaban las calificaciones, como instrumentos de poder, para someter a los alumnos de actitud rebelde.

No es casual que los alumnos de conducta sumisa, silenciosa y servil eran premiados, mientras los alumnos de actitud rebelde, que se oponían al sistema autoritario del profesor, eran castigados y corrían el riesgo de ser reprobados en los exámenes, a pesar de haber memorizado las lecciones y haberse tragado los libros de texto.

Esto demuestra que no todo era mejor antes; al menos si consideramos que en la actualidad, a diferencia del pasado, el profesor está obligado a usar métodos pedagógicos más modernos y a reconocer que el alumno es un sujeto activo y creativo, que no necesita premios ni castigos para forjar su personalidad y asimilar los conocimientos que le servirán en su vida familiar y profesional.

Otro de los avances significativos es el nuevo Código Niña, Niño y Adolescente, promulgado por el Estado Plurinacional, que defiende con mayor énfasis los derechos de los niños en todos los ámbitos de la sociedad, pues no sólo prohíbe los castigos en las instituciones educativas, sino que también establece el derecho a la información sexual y reproductiva para prevenir las vejaciones contra infantes y adolescentes; una normativa que protege, de un modo general y con justa razón, a los alumnos que antes eran el blanco de los castigos físicos y psicológicos.

En síntesis, me niego a aceptar la perorata de que todo era mejor antes, sobre todo, si parto del criterio lógico de que el hombre, desde cuando se irguió de su condición de primate, se hizo más racional y tolerante. La prueba está en que hoy, al menos en los países más democráticos, se respetan los Derechos Humanos -incluidos los derechos de las mujeres y los niños-, con mayor naturalidad que en el pasado, aunque no por eso estemos libres de los atropellos que a diario se cometen, tanto en el ámbito público como privado, a nombre de las leyes divinas y la tradición cultural. 

martes, 23 de diciembre de 2014


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no sólo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo estoy! –exclamó mirándose en el espejo de arriba a abajo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una mujer que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras abría la botella de vinglögg que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre la hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional sueca. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza con asa y se la pasé al Tío, quien, de puro sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Mmm... –musitó al primer sorbo–. Esto me recuerda al ponche, al té con trago y al sucumbe, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la casa de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza el arbolito de plástico, lleno de cintas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de la casa?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de la Noche Buena.

–¡Noche Buena! ¿Cuándo es la Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron a adorarlo, a lomo de camellos, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado original cometido por Eva, quien fue echada del jardín del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de Satanás convertido en serpiente.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Mecías y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –se rió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Se me ruborizó la cara como si el mismo vinglögg me quemara por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía un gorro en forma de cono, una máscara con los pómulos rosados y la barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista con nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante de la copa y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos soñaron todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

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Vinglögg: Ponche navideño sueco.
Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.