domingo, 25 de diciembre de 2016


EL MONSTRUO DE LA MINA

En el paraje más profundo y alejado de la mina, donde se detuvo el tiempo en un tiempo sin tiempo, habita un monstruo de dos cabezas, cuatro piernas y cuatro brazos.

Los mineros que lo vieron de lejos, entre la pálida luz de las lámparas y las cortinas de la oscuridad impenetrable, cuentan que el monstruo se alimenta con el cadáver de quienes perdieron la vida en los buzones de la galería.

Dicen también que el monstruo, de cuernos retorcidos y ojos rutilantes, llora como un niño abandonado y da vueltas sobre sí mismo, mordiéndose la cola que a veces restalla como un látigo de fuego.

Los mineros, conocedores de los secretos escondidos en el seno de la montaña, aseveran que el monstruo es la criatura que el Tío tuvo con una chola, a quien le quitó el honor y la embarazó en un solo acto de amor.

El monstruo de la mina, hijo legítimo del Tío y heredero único de las riquezas minerales, se les aparece sólo a los mineros que pierden la razón de tanto haber pijchado y bebido.

jueves, 15 de diciembre de 2016


MASACRE EN LA PAMPA MARÍA BARZOLA

Siempre que se conmemora el Día del Minero Boliviano, cada 21 de diciembre, recuerdo el año en que mi madre me inscribió como alumno en el nuevo Colegio Junín de Catavi, que se construyó en la pampa María Barzola, al otro lado del cementerio y cruzando un río caudaloso en épocas de crecida.

Lo que desconocía por entonces era que el colegio, donde los hijos de los mineros asistíamos por las tardes, porque el turno de las mañanas estaba reservado exclusivamente para los hijos de los técnicos de la Empresa, se construyó en el mismo lugar donde se perpetró la masacre minera en diciembre de 1942. Tampoco sabía que el nombre de Catavi provenía del vocablo aymara q’atawi, que significa yacimiento de cal, debido a que esta región de topografía escarpada, clima variable y ubicada aproximadamente a 10 Km. de Uncía y a 5 Km. de LLallagua, está flanqueada por empinados cerros que fueron volcanes activos durante la Era cuaternaria en la historia del planeta.

Sólo años más tarde, cuando empecé a leer la historia de las masacres obreras, me enteré de que esta pampa, por cuyo zigzagueante camino, pedregoso y polvoriento, anduve y desanduve con la carpeta a cuestas, estaba regada con la sangre de las familias mineras. Me enteré también que la masacre de Catavi, como todas las registradas en la historia del movimiento sindical boliviano, fue protagonizada por las fuerzas represivas del Estado minero-feudal, controladas por los barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Félix Avelino Aramayo), quienes, desde principios del siglo XX y en el marco de un sistema de explotación capitalista, trazaron el rumbo de la vida económica y política del país, teniendo como aliado a la cúpula castrense, cuyo principal objetivo, más que defender la soberanía nacional, consistía en sofocar los brotes de protesta de los obreros politizados y sindicalizados.

La masacre de Catavi se produjo cuando el presidente Enrique Peñaranda (1940-1943), lacayo de los barones del estaño, dispuso suministrar estaño barato a Estados Unidos e Inglaterra a cambio de la pobreza de los mineros bolivianos, que arrojaban sus pulmones en los tenebrosos socavones para que otros vivan mejor. Los barones del estaño disfrutaban de sus riquezas en el exterior, mientras los trabajadores de las minas se morían antes de cumplir cuarenta años de edad, reventados por la explotación y la silicosis.

El 30 de septiembre de 1942, el único sindicato que conservaba la legalidad, el de Oficios Varios de Catavi, planteó un pliego petitorio a las autoridades de la compañía Patiño Mines and Enterprises Consolidated, consistente en dos puntos fundamentales: 1). Aumento de sueldos y salarios, y 2). Mantenimiento de los precios de los artículos de primera necesidad en las pulperías.

Simón I. Patiño, por intermedio del gerente de su empresa, rechazó rotundamente el pliego petitorio y solicitó al gobierno declarar estado de sitio, poner orden en los campamentos y actuar, en caso de ser necesario, con el lenguaje de las armas contra la conducta beligerante de los huelguistas que, exigiendo mejores condiciones de vida y de trabajo, se mantuvieron incólumes desde los primeros días de diciembre.

El gobierno movilizó al regimiento Ingavi, al mando del coronel Luis Cuenca, con destino a Catavi, declaró a los distritos mineros de Uncía y Llallagua bajo jurisdicción militar y ordenó que el comandante de la Región Militar Nro. 3, con sede en Oruro, se traslade a Llallagua para tomar la jefatura de las tropas acantonadas en la zona y de otras que se enviarían posteriormente, asumiendo las responsabilidades de mantener el orden social y evitar la huelga minera a cualquier precio, con el justificativo de que era necesario garantizar la continuidad de la producción para seguir suministrando estaño a los países aliados en la guerra.

El 13 de diciembre, los oficiales y soldados del ejército, acantonados en Catavi desde el mes de noviembre, procedieron a la detención de los principales dirigentes sindicales. Los obreros y sus familias, como es natural, reaccionaron de manera instintiva e inmediata, se declararon en huelga y se movilizaron para exigir su libertad.


Los jerarcas de la Empresa Minera Catavi, con el respaldo de las fuerzas represivas del gobierno, ordenaron cerrar la pulpería, suspender el pago de salarios, cortar el suministro de agua y presionar a los obreros para que retornen a sus fuentes de trabajo, con el ultimátum de que los huelguistas serían retirados sin contemplaciones y sin derecho a sus beneficios sociales.

El lunes 21 de diciembre, en horas de la mañana, los mineros, decididos a defender sus derechos laborales y conquistar sus reivindicaciones económicas, se reunieron en Uncía, Siglo XX y Cancañiri. Poco más tarde, los manifestantes, que partieron desde Siglo XX, con el pliego de peticiones en sus manos, tomaron la carretera de acceso a Catavi. Hicieron un alto a la altura del cementerio y esperaron a sus compañeros de Uncía en el empalme de los caminos.

La muchedumbre, una vez reunida en un total de 7.000 a 8.000 personas, prosiguió la marcha en tres columnas hacia Catavi. En las primeras filas habían mujeres y niños junto a los mineros de vanguardia que, portando banderas rojas y aferrados a la firme decisión de reclamar el pago de sus salarios, que la empresa dejó en suspenso por órdenes del gobierno, marcharon atronando cartuchos de dinamita y levantado polvareda bajo el sol que inundaba la mañana.

Los tres oficiales del regimiento Ingavi y los 200 efectivos militares, apostados en la parte superior de Catavi, con las ametralladoras emplazadas en la llanura, tenían órdenes de disparar al aire para amedrentar y dispersar a los manifestantes. Así lo hicieron, las primeras descargas fueron disparadas en dirección al cielo, pero después, al constatar que la multitud seguía la marcha rumbo a la gerencia de la Empresa Minera Catavi, descargaron la artillería, a mansalva y sangre fría, contra el cuerpo de quienes avanzaban agitándose entre banderas y pancartas polvorientas.

De pronto, entre el alarido de las mujeres y el grito de protesta de los hombres, cayó una lluvia de plomo y fuego que hizo vibrar la pampa como el lomo de un caballo al galope. La palliri María Barzola, que estaba en la fila de vanguardia, haciendo flamear la bandera tricolor y arengando contra las tropas dispuestas a convertir la pampa en un baño de sangre, fue la primera en caer abatida por las balas, envuelta en la bandera nacional y la mirada perdida en el horizonte. Los demás cuerpos cayeron entre ayes de dolor y los heridos se arrastraron entre las piedras y los arbustos.

Los sobrevivientes se desbandaron en estampida y, entre el pánico y el dolor, buscaron refugio en las quebradas del río, mientras otros se replegaban hacia la población de Llallagua. Los disparos comenzaron a las diez de la mañana y se prolongaron hasta las tres de la tarde; un tiempo suficiente como para dejar constancia de que la oligarquía minera tenía la fuerza y la razón. Al término de la masacre, en la pampa quedó un reguero de muertos y de heridos, incluyendo a mujeres y niños.


El saldo oficial de la masacre fue de más de veinte muertos y el doble de heridos. Sin embargo, un testigo ocular afirmó que al menos cuarenta cadáveres fueron acarreados en la carrocería de los camiones y enterrados en una fosa común en el cementerio de Llallagua, donde actualmente no hay ni una sola cruz en su memoria.

Todo lo relatado, como ustedes supondrán, forma parte de la historia del movimiento obrero boliviano, pero lo que no logro entender hasta ahora es por qué a este establecimiento educativo, donde cursé un año del ciclo intermedio, le pusieron el nombre de Colegio Junín y no el nombre de María Barzola, en justo homenaje a la mujer que entregó su vida a la causa de los mineros, quienes pugnaban por liberarse de los látigos del imperialismo, conscientes de que era posible construir una sociedad más justa y democrática.

Lo peor es que, cuando retorné a la pampa María Barzola, después de más de treinta años de ausencia, me enteré de que el edifico del Colegio Junín pasó a depender de la Universidad Nacional Siglo XX, donde actualmente funcionan algunas de sus carreras. Sin embargo, no sé si los estudiantes universitarios, quienes serán los futuros profesionales del país, saben que en este mismo lugar, donde la oligarquía minera perpetró la funesta masacre, se firmó también el decreto de la Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952.

Con todo, me consuela la idea de saber que esta pampa árida y pedregosa pasó a los anales de la historia como el Campo de María Barzola y que el 21 de diciembre de cada año se conmemora el Día del Minero Boliviano en honor y memoria a los caídos en la masacre de Catavi, una población ubicada en la provincia Bustillo de Potosí y a 3.764 m. sobre el nivel del mar, donde los mineros, las amas de casa y los hijos de los mineros aprendimos a tomar conciencia de que la justicia social no es un regalo de nadie, sino una conquista que está escrita con sangre obrera. 

miércoles, 14 de diciembre de 2016


LA PEDAGOGÍA NEGRA EN STRUWWELPETER

Heinrich Hoffmann (Frankfurt, 1809-1894) fue prestigioso pediatra y personalidad activa en el ámbito sociopolítico. Después de la revolución de 1848 se identificó con los ideales del liberalismo democrático y en 1851 fue designado director de un instituto para dementes, que en la actualidad forma parte de la clínica neurológica dependiente de la Universidad de Frankfurt.

Heinrich Hoffmann, como muchos otros académicos de su época, tuvo aspiraciones literarias. Escribió piezas de teatro, poesías y compendios de divulgación científica. El libro que le dio renombre internacional fue Struwwelpeter (Peter asqueroso), cuyas ilustraciones y textos los concibió mientras ejercía como pediatra. Se cuenta que para tranquilizar a sus pequeños pacientes, quienes se mostraban inquietos y nerviosos a la hora de ser auscultados, Hoffmann solía contarles historias y enseñarles figuras divertidas que, de cuando en cuando, arrancaban la sonrisa inocente de los niños. Entre los dibujos de su preferencia había uno que representaba la imagen de un niño con faldellín rojo y polainas verdes, las piernas y los brazos abiertos, las uñas crecidas como púas y, sobre todo, con una masa compacta de pelos desgreñados, donde parecía no haber entrado jamás un peine. A esta figura siniestra lo llamó Struwwelpeter que, en el dialecto alemán de Frankfurt, significa Peter asqueroso o Peter desgreñado.

Discriminación racial

Heinrich Hoffmann, en diciembre de 1838, recorrió por todas las librerías en busca de un regalo para su hijo de tres años. Y, al no encontrar un solo libro apropiado para esa edad, se limitó a comprar un cuadernillo empastado, donde empezó a escribir las mismas historias que contaba a sus pacientes. La primera de ellas, referida al personaje que más le seducía, decía en su versión original: ¡Ven y mira esto!/ Así era Struwwelpeter,/ quien durante el año,/ los pelos no se peinó,/ ni sus uñas se cortó./ La tijera y el peine,/ el siempre evitó./ No era peligroso,/ pero sí estúpido y sucio,/ sin agua ni jabón,/ como un gato sucio./ Los niños no jugaban con él,/ se le acercaban y le insultaban:/ ¡ Struwwelpeter, así de feo eres tú!


Este cuadernillo de historias, que Hoffmann entregó a su hijo como regalo de Navidad, tuvo una inmediata acogida entre los miembros de su familia y entre los niños que asistían a su clínica. Como por entonces tenía ya inquietudes literarias y varios contactos en el ámbito cultural, decidió enseñar el cuadernillo al Dr. Loening, quien junto a su amigo J. Rötten, dueño de una casa editorial, quedaron maravillados con las historias e ilustraciones, y no dudaron en publicarlo, pero sin firmar ningún contrato.

Al cabo de un tiempo se imprimieron 1.500 ejemplares bajo la supervisión del propio Hoffmann, quien eligió el formato del libro y la calidad del papel. Después se expuso en las librerías y, a las cuatro semanas, se agotó la edición. De modo que el editor, al comprobar que tenía en sus manos un libro de éxito, firmó un contrato formal con el autor.

La primera edición de Struwwelpeter (1845), que apareció con el seudónimo de Reimerich Vinderlieb, contenía una introducción y seis historias escritas en verso. Para la quinta edición (1847) se incluyeron cuatro historias nuevas y se cambió el seudónimo por el verdadero nombre del autor. Desde entonces, el libro ha conocido centenares de reediciones tanto en alemán como en otros idiomas.

Censura ético-moral

Las historias escritas por Hoffmann reflejan los cánones morales y éticos propios de la Alemania del siglo XIX, y hacen referencia a las consecuencias dramáticas de la desobediencia infantil, con una mezcla de ironía y humor negro, pero también con las preceptivas de una educación marcada por la violencia y el autoritarismo.

Hasta mediados del siglo XX, sin resquicios para la duda, ningún niño estaba eximido del castigo físico o psíquico, ni aun habiendo nacido en el seno de una clase social privilegiada, pues los objetivos centrales de la educación estaban orientados a forjar individuos que acataran disciplinadamente las normas establecidas por la Iglesia y el Estado.

Los niños carecían de derechos y consideraciones. No podían obrar a su manera ni participar en las decisiones de su propio destino. En el hogar, la iglesia y la escuela, se los educaba con autoritarismo y severidad, premiando a los sumisos y castigando a los desobedientes.

Todos estaban conscientes de que el castigo era el mejor método para corregir los hábitos indeseados e inculcar los que se consideraban más apropiados para la vida social, sin que nadie advirtiera que las secuelas físicas y psíquicas determinaban el futuro de los niños, llevándolos a reproducir más tarde, con sus propios hijos, la misma violencia de la cual fueron objetos en su infancia. En consecuencia, la mentalidad imperante en la sociedad alemana del siglo XIX imprimió su sello en la educación en general y en la literatura infantil en particular.

Instrumento didáctico

Los libros de la época, más que recrear y estimular la fantasía de los niños, servían como instrumentos didácticos, mediante los cuales se impartían normas éticas y morales. Por lo tanto, jugar con fuego, rechazar la comida, exigir un capricho, comportarse mal en la mesa, llevarse el dedo a la boca, eran conductas comparadas con los delitos cometidos contra la institución eclesiástica o estatal, y, consiguientemente, eran castigados con la mayor severidad.

Los padres y educadores pensaban que Struwwelpeter constituía un auténtico paradigma de lo que debían ser los buenos libros infantiles, puesto que el niño, a través de sus textos e ilustraciones, podía internalizar las normas vigentes en la sociedad alemana, cuyos cánones de vida eran más autoritarios que democráticos, aun sabiendo que los niños sienten respeto por la autoridad de los adultos (poder y castigo), pero ningún respeto por el razonamiento lógico de ellos.


Si los niños no quieren ser víctimas del castigo, entonces no tienen otra alternativa que obedecer las reglas impuestas por los mayores, pues incluso dentro de nuestra cultura, la educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos de afuera (...) Para elegir un ejemplo al azar, una de las formas más tempranas de represión de ‘sentimientos’ se refiere a la hostilidad y la aversión. Muchos niños manifiestan un cierto grado de hostilidad y rebeldía como consecuencia de sus conflictos con el mundo circundante, que ahoga su expansión, y frente al cual, siendo más débiles, deben ceder generalmente. Uno de los propósitos esenciales del proceso educativo es el de eliminar esta reacción de antagonismo. Los métodos son distintos: varían desde las amenazas y los castigos, que aterrorizan al niño, hasta los métodos más sutiles de soborno o de ‘expiación’, que lo conducen e inducen a hacer abandono de su hostilidad. El niño empieza así a eliminar la expresión de sus sentimientos, y con el tiempo llega a eliminarlos del todo (Fromm, Erich., El miedo a la libertad, 1982, pp. 267-68).

Mentalidad fascista

Recién a mediados del siglo XX, los psicólogos y pedagogos cuestionaron el contenido de Struwwelpeter, considerándolo violento y espantoso; más todavía, tras los crímenes cometidos por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, se ha prohibido su circulación entre los niños, debido a que algunos de sus personajes evocaban la mentalidad fascista de un Hitler o un Mussolini; una mentalidad que no sólo fue producto de un determinado período del desarrollo histórico-social de las relaciones de producción de tipo capitalista, sino de ciertos mecanismos psicológicos al interior de las masas, como ser el sado-masoquismo, la debilidad y la apología del superhombre. Pero, además, porque el fascismo es un fenómeno social latente, presto a despertar y materializarse en un general golpista, en el autoritarismo irracional de golpear a un niño, una mujer, un anciano o un ser indefenso, como forma de legitimar la violencia en la debilidad de las víctimas.

Entre los estudios realizados en torno a la literatura infantil alemana, Struwwelpeter ha sido analizado de un modo superficial, y, lo que es peor, algunos han recomendado su lectura, como es el caso de la psicóloga Charlotte Bühler, quien se valió de Struwwelpeter para escribir su libro: Das Märchen und die Phantasie des Kindes (El cuento y la fantasía del niño), en el cual, aparte de desarrollar la tesis de que el desarrollo intelectual del niño determina las características que debe reunir un libro infantil, asevera que la obra de Heinrich Hoffmann, por corresponder a la clasificación de los llamados libros de imágenes, es un manual ideal para educar y entretener a los niños.

Es cierto que nadie pone en tela de juicio el hecho de que el primer libro de los niños sea el de las imágenes, y que los libros infantiles puedan clasificarse de acuerdo a su forma y contenido. Pero lo que no se puede admitir, bajo ningún pretexto, es el hecho de que cualquier libro de imágenes sea apto para los niños; peor aún, si éstos encierran mensajes fascistas que amenazan su integridad física y psicológica.

Cinco argumentos de la crítica

Culminada la Segunda Guerra Mundial, todos los analistas coincidieron en señalar que Struwwelpeter es un libro nocivo para los niños, debido a las siguientes consideraciones:

1. Una de las historias dice: El pequeño Kasper gozaba de buena salud/ Era como un balón, gordo y redondo/ Hasta que un día se puso a chillar: ¡Bah! ¡Bah!/ ¡No quiero comer más sopa!. El segundo día estaba ya flaco y seguía gritando: ¡No quiero ver la sopa!/ ¡Levanten eso, no la quiero ver!/ ¡No quiero comer más sopa!. El tercer día, ya demasiado débil, seguía gritando: ¡Yo no quiero comer más sopa!. El cuarto día, Kasper se puso delgado como un hilo y no pudo sobrevivir, hasta que el quinto día fue sepultado, con una sopera y una cruz sobre su tumba...


Esta historia es la que más se contaba a la hora de las comidas, como un instrumento de intimidación para obligar a comer a los niños, sin incumbirles los factores que hacen mella en los hábitos alimenticios. Por suerte, en la actualidad, la pediatría moderna nos ayuda a comprender que -una vez descartado todo origen orgánico o funcional- los problemas con la comida son casi siempre desencadenados por factores de tipo emocional y afectivo de mayor o menor grado.

Si un niño se escabulle, patalea, muerde o pone su cuerpo en tensión para resistirse a comer, debe interpretarse como un síntoma de que tiene fobia o pérdida de apetito, y que, en vez de amenazas y castigos, necesita comprensión y afecto de parte de los suyos. También se recomienda al adulto no manipular con los sentimientos del niño durante las comidas. Actitudes tales como decirle: Si no comes te volverás feo y morirás como Kasper, si no comes, mamá no te va a querer o papá se irá de casa, son maniobras nefastas que, en lugar de ayudarle a superar su fobia y recobrar su confianza en el amor de sus padres, le someten a una mayor angustia y confirman la falta de afecto. Por consiguiente, referirle la historia de Kasper, implica martirizarlo y amedrentarlo, sin considerar que el niño no sólo tiene necesidades fisiológicas, sino también emocionales.

2. A los niños que se succionan el dedo pulgar, por angustia o ansiedad, les puede ocurrir como a Conrad, a quien su madre le advierte: Debo ausentarme un momento/ Quédate en silencio y pórtate bien/ Pero, ante todo, te recomiendo:/ ¡No chuparte el dedo!/ Porque si no vendrá el sastre, con tijera grande/ Y te cortará el dedo... En efecto, ni bien se va la madre y Conrad se lleva el dedo a la boca, viene el sastre con una tijera grande y le corta los pulgares.


La historia sobre Conrad tiene una tendencia sádica que, además de ocasionar traumas en el niño, está al margen de toda consideración psicológica y pedagógica del porqué los infantes adquieren el hábito de succionarse el dedo. Según la psicología evolutiva, la boca, en el primer estadio del desarrollo del niño, es un órgano sensorial que le pone en contacto con el pecho materno y su mundo cognoscitivo. Pero, asimismo, la estimulación de la membrana bucal, que se produce a consecuencia de la succión, le proporciona una sensación placentera.

Luego del destete (interrupción simbiótica) es común que el niño se sujete a objetos transicionales o de sublimación, como ser el chupón, el dedo pulgar u otro objeto, que actúan de mediadores entre su sentimiento y la realidad externa, y que le son necesarios para sobrellevar la ansiedad o angustia provocada por la ausencia o separación de la madre. Si el chupón, el pulgar u otro objeto transicional, es una representación simbólica y un sustituto del pecho materno, entonces es lógico que se le permita al niño mantener relaciones especiales con los objetos de su preferencia, y hacer que las guarderías infantiles revisen sus normas higiénicas que, a veces, impiden que el niño lleve consigo su objeto preferido. Por ejemplo, si el niño está aferrado a un trapito sucio, que simboliza la ausencia de la madre, es probable que no quiera aceptar en modo alguno un trapito pasado por la lavadora, y menos aún uno nuevo.

Por otro lado, el hábito de succionarse el pulgar obedece a varios factores, entre otros, a que el niño no haya experimentado un destete positivo o se encuentre en un período regresivo a su fase oral, en la cual fue interrumpida la simbiosis con la madre. Consiguientemente, si el niño succiona su pulgar a causa de una frustración habida en su primera infancia, resulta contraproducente obligarlo, mediante el castigo o la amenaza, a prescindir de él, puesto que él mismo lo hará una vez que alcance una mejor estabilidad emocional.

3. En Struwwelpeter, como en cualquier otro libro que parte de la base de que el hombre blanco es sinónimo de superioridad e inteligencia, se cuenta la historia de un niño negro, que dice así: Pasando por un camino iba/ Un moro color resina/ Cuando el sol le quemaba el cuerpo/ Abría su parasol/ Después llegaba Ludving corriendo/ Llevaba su pequeño banderín. ¡Ven! ¡Ven!.../ Y Kaspar salía también, comiendo una rosquilla/ También llegaba Vilhem/ Llevando un arco en la mano/ Después vociferaban los tres, burlándose del moro:/ Eres negro como tinta, ¡he!, ¡he!, ¡he!...

Esta historia, escrita en una época en que Europa tenía todavía colonias en África, Asia y América, plantea el tema de la discriminación contra razas y culturas ajenas a Occidente. No se debe olvidar que los fundamentos del racismo nórdico-germano, en su lucha contra los judíos, gitanos y negros, estaban cimentados en la exaltación del hombre blanco -ojos azules, pelo lacio, labios delgados, nariz recta y físico atlético-, a quien se lo consideraba el creador de la civilización, pero también el ideal de belleza y la base de la nueva estética racial.

Los nazis estaban convencidos de que los valores creativos de Occidente se habían forjado en Alemania y que, por lo tanto, la extinción o mezcla de la raza aria con otras implicaría la desaparición de la civilización occidental. Los nazis no sólo se servían de las teorías socialdarwinistas para explicar la supremacía de su raza -como la más apta para dominar el mundo-, sino también del libro Struwwelpeter, cuyos menajes dirigidos contra la raza negra y su amplia difusión entre los niños y jóvenes, les servía como un poderoso instrumento en su lucha antisemita.

El hombre negro descrito en Struwwelpeter, aparte de ser negro como el hollín, es moro. Es decir, un árabe cuya imagen estereotipada todavía está llena de prejuicios en Occidente. La misma palabra árabe se asocia a la imagen de los beduinos que habitan en el desierto, durmiendo en tiendas, desplazándose en camellos y peleándose por los pozos de agua. Las mujeres visten prendas adecuadas para ejecutar la danza del vientre y los hombres, bestiales, corruptos, obesos, sedientos de joyas y riquezas, compran esclavas en las tiendas de los mercaderes. Esta discriminación contra el negro y el árabe, como contra los gitanos y los indígenas, no tiene otra intención que la de legitimar el desprecio del fuerte contra el débil o la supuesta supremacía de la raza blanca; una mentira universal que los dominantes inculcaron durante siglos en las colonias.

4. Si se parte del criterio de que el niño aprende a internalizar los conocimientos por medio de su actividad sensorio-motriz, experimentando y manipulando los objetos de su entorno, entonces la trágica historia de Emma, la niña que queda reducida a un montón de cenizas por jugar con una caja de fósforos, no sirve como ejemplo para censurar las travesuras de los niños. Además, sostener la idea de que los niños asimilan mejor los conocimientos estando quietos y callados, y no mediante una actividad lúdica, es tan erróneo como creer que los niños pueden internalizar las reglas y comportarse conforme a ellas antes de los 6 ó 7 años.

La psicología y pedagogía modernas aconsejan que incluso el entorno del niño debe estar modelado conforme a su tamaño y su capacidad cognoscitiva. Los muebles y los objetos con los cuales va a jugar deben ser apropiados para su edad. No se le puede entregar herramientas de trabajo hechos de hierro intentando enseñarle qué es una pala y una carretilla, y cuál es la función que éstos tienen en el trabajo del hombre. Lo mejor será que la pala y la carretilla sean de un material que no le haga daño al niño, sobre todo, que sean herramientas hechas de acuerdo a su edad y su fuerza física. Los objetos de su entorno deben ser como sus ropas, apropiados para su contextura física, al menos si se considera que se encuentra en una edad en la que necesita jugar y moverse activamente.

5. Otra historia en Struwwelpeter está referida a las desobediencias de Oscar, quien, por balancearse en la silla del comedor, cae de espaldas y con el mantel encima. Y, al romperse los platos, la sopera, los vasos y la botella, su padre le propina una paliza para enseñarle a permanecer quieto mientras come en la mesa. Lo que el padre de Oscar desconoce es que ningún niño, por muy educado que sea, puede permanecer callado y sin moverse durante las comidas o las lecciones en la clase, ya que ni su capacidad intelectual ni su sistema motriz se lo permiten.

Otras interpretaciones erróneas

La falta de conocimientos o las interpretaciones erróneas acerca del desarrollo psicológico, intelectual y lingüístico del niño, hacen que muchos padres no entiendan debidamente la conducta de sus hijos. Por ejemplo, cuando el adulto escucha una mala palabra en boca de un niño, se siente indignado y sorprendido, y lo primero que hace es prohibirle o censurarle, porque cree que el niño está consciente de la connotación semántica de la palabra, y no de que ésta ha sido incorporada en su léxico como una simple imitación del lenguaje adulto, así como el loro repite las palabras que escucha en su entorno.

Otro error frecuente es creer que el niño que aprende a leer y escribir a temprana edad, tendrá mayores éxitos en la escuela y en la vida profesional, comparados con quienes no aprendieron o demoraron demasiado en hacerlo; cuando en realidad, forzar el desarrollo intelectual del niño, obligándolo a asimilar un cierto tipo de conocimientos impuestos -al margen de su interés y capacidad-, puede tener consecuencias contraproducentes en su vida futura, como eso de sentir rechazo por la escuela, la lectura o la adquisición de nuevos conocimientos. Muchos de los niños que llegan al bachillerato asfixiados por la gramática, la historia, las matemáticas, etc., son productos genuinos de una psicología y pedagogía mal aplicadas, cuyos principios comparten el mismo error: pensar que el niño se parece más al adulto en su pensamiento que en su sentimiento, y no a la inversa.

Los estudios realizados en el nivel preescolar demuestran que cualquier educación forzada o superprecoz puede destruir los propios procesos de desarrollo armónico de la personalidad humana, interfiriendo con la formación de procesos más valiosos que se producen en el momento en que el desarrollo encuentra las condiciones más favorables en un determinado período de edad. Es decir, lo que el niño necesita durante el proceso de aprendizaje no es una enseñanza precoz y rápida, sino tiempo y más tiempo, y una serie de elementos didácticos que lo mantengan motivado.

En síntesis, el libro de Heinrich Hoffmann, más que ser una literatura que contribuye al desarrollo armónico del niño, es un manual apto para quienes creen todavía en el autoritarismo de la pedagogía negra.